Según la cifra oficial del gobierno capitalino, 90 mil personas, en su mayoría mujeres, alzaron la voz contra la violencia de género y para exigir sus derechos, las imágenes reflejan otro panorama 

Itzel Cruz Alanís | Twitter: @i_alaniis

Este viernes les presento una crónica de la marcha del Día Internacional de la Mujer, una de las que más he disfrutado porque después de años de acompañar y escuchar historias de dolor en las familias mexicanas, al fin comprendí la rabia y la desesperación con la que las mujeres salimos a exigir respeto y justicia. 

Es la una de la tarde, el rayo del sol cae sobre un Paseo de la Reforma donde permean los colores morado y verde. En lugar de autos, motocicletas, bicicletas y metrobús hay mujeres de todas las edades tomando una de las avenidas más importantes de la Ciudad de México. 

Pancartas, globos, banderas, bengalas, arte: la música, el baile y la pintura que hacen que el corazón se regocije. Aún falta un par de horas para que comience la protesta mayor, la que se convocó después de las 3 de la tarde, pero aquí están reunidas ya mujeres que salieron de su escuela, de su trabajo, de su casa con el fin de alzar la voz sin importar la hora y el lugar. 

Unas se concentran en la Estela de Luz, otras en el Ángel de la Independencia, también en el Monumento a la Revolución y la Glorieta de las mujeres que luchan (esa que realmente ha representado un combate con Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la capital del país, para dejar atrás a un hombre y darle paso al feminismo).

Este año decido no seguir al bloque negro, en varias protestas he cubierto sus movimientos, pero este será la excepción. Me preparo para avanzar con los colectivos que alzan la voz contra los feminicidios, contra las desapariciones, contra la violencia digital, la militarización del país, la violencia contra los grupos indígenas, la violencia en las relaciones familiares y de pareja, contra la violencia laboral y la discriminación. 

Niñas y niños de la mano de sus madres con consignas claras: “los menores no se tocan” “Vengo a alzar la voz por las mujeres de mi familia”, “De grande quiero ser feminista”.

Ahora estamos juntas y nos ven, pienso, gritan. Durante años luchamos contra el qué dirán en una sociedad llena de hipocresía y violencia. Esta tarde mujeres caminan desnudas, con body paint, mostrando que “no son putas ni zorras” y que aunque no tengan ropa, nadie tiene derecho a insultarlas o violentarlas. 

Las horas pasan y familias completas inundan las principales calles del centro. Varios hombres caminan entre las manifestantes y este año el separatismo disminuye, es evidente. 

Son las 5 de la tarde y es prácticamente imposible el ingreso a la avenida Juárez desde paseo de la reforma. 

Dos o tres veces se registran enfrentamientos con algunas policías ateneas que abren las mochilas de los bloques negros para quitarles aerosoles y herramientas que provoquen lesiones. No pasa a mayores. 

Los negocios y monumentos cubiertos con tapiales siguen ahí, al acecho de mujeres hartas de no ser escuchadas. En las paradas del metrobús los vidrios rotos y las caras de los presuntos agresores (sí, presuntos por la presunción de inocencia del nuevo sistema de justicia penal, no porque yo ponga en duda que son violentos) también en las paradas del transporte público, en los señalamientos, en los semáforos, la petición de justicia en cientos de casos impunes plasmada en estampas. 

Escucho a madres pidiendo apoyo para que no se olviden los casos de sus hijas desaparecidas y asesinadas, vienen de todas partes de la República Mexicana. No les importa la distancia, les importa visibilizar para erradicar. 

Testimonios por doquier, en la Antimonumenta música y baile, performance con fuego y batucadas. Nadie se queda fuera de esta celebración. 

A las 7:30 de la noche, casi ocho horas después de que comenzó la concentración de las mareas moradas y verdes, avanza el último contingente y me voy con él. Son de la comunidad LGBT+. 

Hacen un alto frente a la policía, se hincan, alzan el puño. Aquí se busca paz y justicia, respeto, no más. 

En la plancha del Zócalo capitalino, la Plaza de la Constitución arde, grupos aislados rompiendo semáforos, pateando las vallas, quemando pancartas, papeles, fichas de búsqueda, intercambio de objetos de atrás de las vallas y las manifestantes. Sacando la rabia, el dolor, la impotencia, la tristeza de todas las maneras posibles. 

Tuitea la servidora pública Marcela Figueroa: “las mujeres policías de la SSC utilizan extintores con polvo químico seco al 75% compuesto de fosfato monoamónico, certificado…”

A mi alrededor, mujeres corriendo con los ojos cerrados y tosiendo, no pueden respirar. Acusan que lo que les lanzan es gas. Yo tampoco puedo abrir los ojos, me lloran, también me pica la garganta. La autoridad dice que no está agrediendo, que sólo está dispersando. 

Minutos después de las 8 de la noche apagan las luces de una explanada en la que nunca estuvo ondeando la bandera de México. Las manifestantes comienzan a retirarse, molestas, pero con la satisfacción de haberse sentido libres, valientes y combativas. Ni una más, ni una asesinada más. 

Me despido con la seguridad de haber cubierto esta protesta con la responsabilidad y la perspectiva de género que merecemos todas. El silencio no nos protege. Nunca más.