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Dominio Público Noticias ha hecho lo que el gobierno no: contar a los muertos. Uno por uno. Desde Sergio Iñiguez, el joven de 15 años asesinado en su casa, hasta Cecilia Ruvalcaba, regidora y excandidata, ejecutada el 9 de mayo. Veintitrés vidas truncadas entre febrero y mayo.

Raúl García Araujo @araujogar

La crisis de seguridad en Jalisco ya no puede maquillarse. No es un problema heredado, ni un fenómeno aislado, ni mucho menos un asunto menor.

Es un colapso estructural y político, y tiene responsables con nombre y apellido: Pablo Lemus Navarro, gobernador del estado; Juan Pablo Hernández González, secretario de Seguridad Pública; y Salvador González de los Santos, fiscal general.

Tres funcionarios que han fracasado —por omisión, negligencia o ineptitud— en garantizar la vida de miles de ciudadanos que hoy viven bajo el terror.

El caso más escandaloso y doloroso es el de Teocaltiche, municipio de Los Altos donde el Estado ha perdido el control, la legitimidad y el sentido mínimo de autoridad.

Desde el 18 de febrero, cuando fueron secuestrados 8 policías municipales (cuatro de ellos asesinados), han ocurrido 23 homicidios dolosos.

Veintitrés personas asesinadas. Veintitrés tragedias familiares. Y lo único que el gobernador ha ofrecido es un discurso de cartón. El 23 de abril, Lemus prometió pacificar completamente Teocaltiche en mes y medio. Hoy ese plazo está por cumplirse, y lo único que se ha pacificado es su narrativa: una mentira institucionalizada para ocultar la ineptitud de su gobierno.

El problema de fondo no es solo la violencia, sino la mentira sistemática del poder. El gobierno estatal ha fingido que actúa, cuando en realidad ha abandonado a la población.

El anuncio reciente sobre la “reintegración” de las comisarías municipales, tras la intervención estatal en febrero, es presentado como un avance, cuando en realidad es la muestra más clara del fracaso total de la estrategia de seguridad.

Teocaltiche apenas cuenta con 10 policías municipales activos. Villa Hidalgo con 21. Ambas cifras están por debajo del 40% de lo mínimo requerido. ¿Quién puede proteger a una población entera con apenas una decena de elementos mal equipados, mal pagados y abandonados? Nadie.

Y cuando los policías renuncian, el secretario de Seguridad Pública, Juan Pablo Hernández, tiene la osadía de culparlos. Dice que “no quisieron someterse a una supervisión más estricta”. Pero la realidad es otra: se van porque no tienen garantías, respaldo ni condiciones mínimas para vivir o para trabajar. No es disciplina lo que falta, es voluntad política, inversión real y liderazgo. Ninguno de los cuales ha demostrado este funcionario gris y totalmente superado por la realidad.

Peor aún es la actuación del fiscal Salvador González de los Santos, un funcionario invisible. En medio de esta masacre prolongada, no hay responsables detenidos, no hay avances judiciales, no hay justicia. Su silencio es cómplice. Su inacción, una traición al pueblo de Jalisco.

Y mientras todo esto ocurre, Pablo Lemus sigue vendiendo una imagen de gobernante cercano, moderno, progresista. Reparte abrazos, hace giras mediáticas, sonríe en foros empresariales, y promete resultados que nunca llegan. Pero la realidad en Teocaltiche lo exhibe como lo que es: un político de fachada, más interesado en posicionarse rumbo al 2030 que en enfrentar la barbarie que consume su estado.

Esta no es una falla técnica ni una coyuntura desafortunada. Es un proyecto político fracasado, basado en propaganda y simulación, mientras los territorios son entregados al crimen.

Dominio Público Noticias ha hecho lo que el gobierno no: contar a los muertos. Uno por uno. Desde Sergio Iñiguez, el joven de 15 años asesinado en su casa, hasta Cecilia Ruvalcaba, regidora y excandidata, ejecutada el 9 de mayo. Veintitrés vidas truncadas entre febrero y mayo.

Cada una de esas muertes representa una afrenta al Estado. Cada caso documentado es una acusación moral y política contra quienes deberían proteger, pero han preferido callar, maquillar o huir.

La seguridad en Jalisco no es solo un fracaso administrativo: es una traición al pueblo.

Mientras los funcionarios juegan a gobernar desde sus oficinas, los ciudadanos sobreviven como pueden, entre el miedo, la violencia y el olvido.

Y cuando el Estado falla de esta manera, deja de ser Estado. Se convierte en cómplice.