El funcionario de Jalisco no solo ha demostrado una alarmante falta de liderazgo, sino que parece completamente desconectado de la gravedad del momento.
Mientras el secretario de Seguridad Pública de Jalisco, Juan Pablo Hernández, ofrece declaraciones vacías y promesas que suenan a burla, en Teocaltiche siguen desaparecidos cuatro policías y un chofer, y sus familias —como la ciudadanía— sobreviven entre el miedo, la impunidad y el abandono institucional. ¿Cuántos muertos más se necesitan para que el Estado actúe con seriedad?
A casi dos meses de la desaparición de ocho policías municipales que se dirigían a Guadalajara para presentar sus exámenes de control y confianza, el secretario apenas “adelanta” que en los próximos días empezarán a aplicar las pruebas en Teocaltiche y Villa Hidalgo. Lo dice como si no cargara ya con el costo de cuatro elementos asesinados y otros cinco que no han vuelto a casa.
La inacción no solo es escandalosa: es criminal. ¿Dónde estaba el control estatal antes del 18 de febrero? ¿Quién autorizó que los policías viajaran solos, por carretera, en una de las regiones más peligrosas del estado? ¿Qué clase de estrategia permite que corporaciones enteras operen sin evaluaciones vigentes y sin ningún tipo de supervisión real?
El secretario Juan Pablo Hernández no solo ha demostrado una alarmante falta de liderazgo, sino que parece completamente desconectado de la gravedad del momento. Su discurso burocrático, plagado de frases condicionadas como “en próximos días”, “pudiéramos empezar” o “una vez estén acreditados”, es una bofetada a las víctimas y a la sociedad jalisciense.
Bajo su gestión, la seguridad pública en Jalisco ha dejado de ser una prioridad real para convertirse en una simulación grotesca, sostenida con ruedas de prensa, comunicados reciclados y un lenguaje técnico que disfraza la falta total de resultados. El caso de Teocaltiche es solo la punta del iceberg: un reflejo doloroso de lo que pasa cuando la autoridad se ausenta, cuando la omisión se vuelve política de Estado y cuando la vida de los policías —y de los ciudadanos— vale menos que una promesa incumplida.
Hernández ha sido incapaz de garantizar condiciones mínimas para el ejercicio policial, mucho menos para reconstruir la confianza de una población golpeada por el crimen. Su propuesta de reentrenamiento es tan absurda como tardía: no se puede reentrenar a policías que ya están muertos. No se puede hablar de control y confianza cuando su propia Secretaría ni siquiera puede proteger a quienes se supone deben protegernos.
Hoy, más que nunca, es urgente dejar de normalizar esta cadena de negligencias. La situación exige rendición de cuentas, renuncias y un cambio profundo en la manera de entender la seguridad pública en el estado. Porque mientras Juan Pablo Hernández sigue hablando de calendarios, en Teocaltiche siguen esperando justicia.