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México no está al borde del totalitarismo, pero afirmar que vivimos en una democracia impoluta es tan fantasioso como decir que el Tren Maya “ya conectó al país entero”.

Miguel Camacho @mcamachoocampo

Hoy quiero iniciar con una pregunta: ¿a ustedes les sorprendió lo que pasó el 6 de diciembre? El Zócalo lleno, la porra coreando, los drones sobrevolando y la presidenta recitando una pieza que, más que discurso, fue un catecismo de autocelebración. Siete años de Transformación, dijo. Y cuando un gobierno se mira al espejo y solo ve virtudes, la crítica deja de ser algo sano y se convierte en acto de salud pública.

Claudia Sheinbaum subió al templete con la convicción de que México vive una época épica, casi una reedición de la Independencia, pero ahora de  la “oligarquía”, los “bots”, los “comentócratas” y cualquier mexicano que ose dudar del guion oficial.

Sheinbaum enumeró cifras como quien sacude confeti: empleos, inversión extranjera, reservas, salarios. Todo suena bien en papel, pero el papel aguanta más que las salas de espera del IMSS. En el mismo discurso donde presume récord de inversión, acepta unas líneas más abajo que el país todavía no tiene un sistema de salud que funcione sin milagros ni estampitas. Y ahora vamos rumbo a la “credencialización universal”, algo que suena precioso… hasta que uno recuerda que la universalidad ya se había prometido antes.

Luego vino la parte espiritual:

El enemigo es el neoliberalismo, ese fantasma que sirve para explicar desde la falta de medicinas hasta el bache de cada colonia. Y, por si no alcanzara, también están los “calumniadores”, los “expertos de ficción”, los “conservadores de aquí y de allá”. Se habla tanto de los adversarios que pareciera que gobiernan ellos.

Y mientras la presidenta afirma que “nunca” ha habido represión, que todo es libertad y respeto, basta mirar cualquier marcha reciente para saber que el discurso va por un carril y la realidad por otro.

En cuanto a libertad de expresión, mejor pregunten a los colegas vigilados por un censor, acusados de violencia política en razón de género o señalados por escribir lo que no cae bien en Palacio.

México no está al borde del totalitarismo, pero afirmar que vivimos en una democracia impoluta es tan fantasioso como decir que el Tren Maya “ya conectó al país entero”.

La seguridad fue mencionada como triunfo, aunque cualquiera con memoria sabe que la caída del 34% en homicidios depende del cristal con que se mire, es decir, del modo en que se acomoden las cifras. El crimen no desaparece porque el presidente lo niegue ni porque los números se ajusten con cariño.

Pero quizá lo más significativo del discurso no fue lo que dijo, sino lo que insinuó: la Transformación ya no es solo gobierno; es creencia. Se ha vuelto una identidad —casi una moral— que divide al país entre quienes aplauden y quienes estorban. Y esa narrativa, repetida una y otra vez en plazas cada vez más llenas, termina creando un país donde la disidencia no es oposición: es sospecha.

Siete años después, México no es el infierno que algunos pintan, pero tampoco el paraíso que se celebró en el Zócalo. Somos un país real, con avances reales y pendientes gigantescos. Y mientras el poder siga hablando como si no tuviera fallas, nos toca a los demás hacer lo que el templete no hace: poner el desorden.

Lo que vimos en el Zócalo no fue una celebración, fue un espejo de cuento: uno que te dice lo que quieres oír, no lo que eres.

Y cuando un país deja de verse a sí mismo, lo que sigue no es transformación.

Lo que sigue es tropezarse. Y la caída… la caída siempre llega sin avisar.

EN EL TINTERO

Mientras la 4T festejaba en el Zócalo de la Ciudad de México, en el México real estallaba un carro bomba frente a la comandancia de la Policía Comunitaria en Coahuayana, Michoacán.