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Si la gobernadora Margarita González Saravia insiste en administrar percepciones mientras el estado se desangra, quedará claro que no fue rebasada por la violencia: decidió convivir con ella. Y cuando un gobierno se acostumbra a la barbarie, deja de gobernar.

Raúl García Araujo @araujogar

Apenas ha terminado la primera quincena de diciembre y Morelos ya ofrece una imagen devastadora: un estado rebasado por el crimen organizado y un gobierno que no logra —o no quiere— asumir la gravedad de la crisis.

No es un discurso alarmista ni una exageración; son hechos encadenados que revelan una realidad que desmiente cualquier narrativa oficial de control o mejora en la seguridad.

Cuautla se ha convertido en el símbolo más claro del fracaso institucional. Comerciantes obligados a pagar doble derecho de piso porque dos grupos criminales operan al mismo tiempo, extorsionando con absoluta impunidad.

La denuncia no proviene de la oposición ni de actores políticos interesados, sino del obispo de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, quien ha advertido que las estadísticas oficiales no reflejan lo que realmente vive la población. Cuando la Iglesia levanta la voz en estos términos, es porque la crisis ya desbordó todos los límites.

Pero Cuautla no es un caso aislado. La violencia se extiende y escala. El ataque a balazos contra la vivienda del presidente municipal de Yecapixtla; las agresiones armadas contra las casas de una regidora y una síndica en el municipio indígena de Xoxocotla; y el hallazgo de cinco cuerpos calcinados —entre ellos una menor de edad— en la carretera Axochiapan–Amayuca, dibujan un mapa de terror que atraviesa regiones, cargos públicos y comunidades enteras. En Morelos, hoy nadie está a salvo.

Estos hechos no solo evidencian inseguridad: exhiben pérdida de control del Estado. Cuando los criminales atacan viviendas de funcionarios públicos y extorsionan abiertamente a comerciantes, el mensaje es inequívoco: el poder real no está en el gobierno, sino en las organizaciones criminales.

Y lo más grave es que no hay una respuesta clara, contundente ni sostenida que indique que el gobierno estatal entiende la magnitud del problema.

Frente a este escenario, resulta preocupante la postura de la gobernadora Margarita González Saravia. Mientras Morelos arde, ella insiste en que su administración “no simula”, que es transparente y que los comentarios ciudadanos en redes sociales son mayoritariamente positivos.

Pero la seguridad pública no se mide con percepciones digitales ni con discursos autocomplacientes. Se mide con resultados, y esos resultados hoy simplemente no existen.

Lo verdaderamente alarmante es la normalización de la incapacidad. No hay una estrategia de seguridad visible, no hay golpes estructurales al crimen organizado, no hay coordinación efectiva que se traduzca en paz para la población.

La violencia avanza todos los días, mientras el gobierno parece más concentrado en defender su imagen que en recuperar el control del territorio.

Gobernar no es repetir que no se simula; es demostrarlo con hechos. Y los hechos, hoy por hoy, son extorsión generalizada, violencia política, homicidios múltiples y miedo instalado en la vida cotidiana de los morelenses.

La omisión también es una forma de responsabilidad, y cada día sin acciones firmes profundiza una crisis que ya se salió de control.

Morelos no necesita discursos optimistas ni autoelogios. Necesita liderazgo, decisiones incómodas y una estrategia real que enfrente al crimen organizado sin excusas. Porque mientras el gobierno se felicita a sí mismo, el crimen ya gobierna el estado.

A estas alturas, la pregunta ya no es si la estrategia de seguridad funciona, sino si realmente existe. Porque cuando el crimen cobra doble, dispara contra alcaldes, intimida a regidoras y calcina cuerpos en las carreteras, cualquier discurso oficial se vuelve irrelevante.

Negar la realidad no la corrige; solo la agrava. Y en Morelos, la distancia entre el poder y la calle es hoy tan amplia que raya en la irresponsabilidad política.

La historia es implacable con los gobiernos que prefieren el autoengaño a la acción. Si la gobernadora Margarita González Saravia insiste en administrar percepciones mientras el estado se desangra, quedará claro que no fue rebasada por la violencia: decidió convivir con ella. Y cuando un gobierno se acostumbra a la barbarie, deja de gobernar.

 

En Cortito: Nos cuentan que Cuernavaca avanza por una ruta distinta a la de muchos municipios que enfrentan crisis financieras, endeudamiento y parálisis administrativa.

Durante el primer año de gestión de José Luis Urióstegui Salgado en su segundo periodo como alcalde, la capital de Morelos ha consolidado un modelo de gobierno basado en disciplina financiera, planeación responsable y una clara prioridad: que los recursos públicos se traduzcan en obras y servicios para la gente.

Los números respaldan el discurso. En 2022, al inicio de la primera administración de Urióstegui Salgado, el Ayuntamiento de Cuernavaca registraba ingresos globales por mil 553 millones de pesos. Hoy, la recaudación municipal asciende a dos mil 494 millones de pesos, un incremento cercano al 61 por ciento.

Este crecimiento le ha otorgado al municipio mayor autonomía financiera y capacidad de respuesta, reduciendo la dependencia de recursos federales y fortaleciendo la toma de decisiones locales.

Gracias a esta disciplina financiera, Cuernavaca ha podido ampliar y fortalecer servicios prioritarios como el bacheo, la modernización del alumbrado público, la ejecución de obras en colonias y el reforzamiento de la Secretaría de Protección y Auxilio Ciudadano.

Hoy, el gobierno municipal encabezado por José Luis Urióstegui Salgado deja claro que la austeridad bien aplicada y la eficiencia en el gasto no significan menos obras, sino más y mejores acciones para la ciudadanía.

En Cuernavaca, las finanzas sanas se han convertido en la base de un gobierno que responde y construye futuro.