Porque cuando el Estado propone revisar contenidos religiosos en redes, moderarlos, supervisarlos y dictar cómo deben operar los algoritmos que los mueven, ya no hablamos de derechos digitales: hablamos del viejo fantasma del control disfrazado de buenas intenciones.
Miguel Camacho @mcamachoocampo
El gobierno de la 4T dice que respeta la libertad de expresión, que cualquiera puede manifestarse, decir lo que quiera, cuando quiera. Pero en realidad siempre han tenido la tentación de meter mano en lo que se dice, y más si es en contra de ellos.
Durante el gobierno de López Obrador se atacaba la credibilidad y honorabilidad de los críticos. Ahora, en el segundo piso de la 4T, decidieron subir dos rayitas y, por medio de instrumentos legales como la violencia política por razón de género, han conseguido mermar la libertad de expresión de los inconformes.
Pero también han intentado introducir reformas legales que, por su ambigüedad, podrían convertirse en un puñal contra la libertad de expresión. Un ejemplo de ello fue el polémico artículo de la Ley de Telecomunicaciones que permitía bajar o bloquear plataformas a petición de las autoridades.
Y la tentación continúa. El pasado mes de octubre, el diputado de Morena, Arturo Ávila, presentó una propuesta para modificar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público y sujetar todo el contenido religioso en internet a lineamientos oficiales de “neutralidad de la red”, “prevención de discursos de odio” y “transparencia algorítmica”, coordinados nada menos que por Gobernación y la Agencia de Transformación Digital. Suena moderno, casi progresista… hasta que uno lo lee con calma.
Porque cuando el Estado propone revisar contenidos religiosos en redes, moderarlos, supervisarlos y dictar cómo deben operar los algoritmos que los mueven, ya no hablamos de derechos digitales: hablamos del viejo fantasma del control disfrazado de buenas intenciones. Y cuando además se plantea que las iglesias deben registrar sus canales, regularizar su situación y someterse a lineamientos emitidos desde el poder, la pregunta deja de ser técnica. Es política. Y es histórica.
La neutralidad de la red, esa idea de que todo el tráfico debe circular sin discriminación, se vuelve irreconocible cuando la autoridad quiere decidir qué contenido religioso puede moverse, con qué velocidad y bajo qué criterios.
Y el argumento de “prevenir discursos de odio”, que nadie negaría como propósito legítimo, se transforma en un arma peligrosa cuando no hay definiciones claras, contrapesos o límites precisos entre moderar y censurar. ¿Quién decide qué es odio? ¿Quién decide qué es proselitismo? ¿Quién define qué es “contenido aceptable” para millones de personas que creen, rezan, se organizan y se expresan en redes?
La iniciativa fue retirada el pasado 11 de noviembre debido al revuelo que causó entre las diferentes comunidades religiosas. Pero el hecho de que se haya presentado ya dice algo sobre el clima político que estamos viviendo: uno donde la tentación de regular la conversación pública crece cada día, y donde las palabras “algoritmo”, “discurso de odio” y “derechos digitales” se usan como contraseña para abrir la puerta de la intervención estatal.
Y si algo sabemos de la política mexicana es que estas ideas, más que aprobarse, suelen presentarse para medir hasta dónde pueden estirarse los límites.
El Estado laico no se defiende controlando contenidos religiosos, sino garantizando que nadie —ninguna iglesia, ningún funcionario, ningún algoritmo, ningún gobierno— pueda imponer su credo sobre el resto. Y la libertad de expresión no se cuida desde una ventanilla de Gobernación, sino desde la claridad de la ley y la fortaleza de los contrapesos, que desafortunadamente en México ya no existen.
Yo no defiendo que las iglesias hagan campaña encubierta. Tampoco defiendo que se use la fe para discriminar. Pero sí defiendo que cualquier intento de regular el espacio digital se haga con precisión quirúrgica y no con conceptos elásticos que abren la puerta a la censura. Y, sobre todo, defiendo que las propuestas que tocan derechos fundamentales no pueden escribirse como si fueran manuales administrativos.
La iniciativa murió pronto. Pero ahí quedó el registro, uno más. Y a veces, en política, los intentos dicen más que los resultados.
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