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La “igualdad” trajo independencia, sí, pero también una doble jornada que pocos comparten. La libertad, paradójicamente, vino con factura de agotamiento.

Miguel Camacho @mcamachoocampo

En estos días he estado muy reflexivo, a raíz de una plática que tuve con unas amigas sobre el papel que nos asigna la sociedad a los hombres y a las mujeres.

A los hombres se nos dice que debemos ser fuertes, proveedores, duros, racionales, etcétera, etcétera, etcétera.

A las mujeres, que deben ser dulces, cuidadoras, conciliadoras, guapas y —si queda tiempo— felices.

Así, cada quien carga su cruz: nosotros con la coraza, ellas con la sonrisa.

No son rasgos naturales ni genéticos. Son mandatos culturales que heredamos y repetimos sin leer la letra chiquita. Y esa letra dice que ambos pagamos un precio alto por sostener papeles que nadie se ha atrevido a reescribir.

El sociólogo australiano Raewyn Connell, en su libro Masculinities, dice que los hombres vivimos dentro de un molde que nos aleja de nuestra propia humanidad:

“La vulnerabilidad se asocia con debilidad y el cuidado emocional se considera femenino.”

Muchos hombres, dice Connell, crecen midiendo su valor por la cuenta bancaria o por la capacidad de aguantar sin quebrarse. Se les enseña a resistir, no a sentir. A dar, no a pedir. Y cuando intentan hablar de lo que les pasa, el eco social suele responder con burla o con silencio.

La antropóloga “Margaret Mead, en Sex and Temperament in Three Primitive Societies”, observó algo que seguimos olvidando:

“El rol femenino está definido tanto por lo que se espera que haga como por lo que se espera que sea.”

Y lo que se espera sigue siendo demasiado.

La mujer moderna no solo debe trabajar, sino hacerlo sin descuidar la casa, los hijos, la pareja, la dieta, la piel y, de paso, la sonrisa.

La “igualdad” trajo independencia, sí, pero también una doble jornada que pocos comparten. La libertad, paradójicamente, vino con factura de agotamiento.

La socióloga Arlie Hochschild, en “The Second Shift”, lo escribió con una claridad que aún incomoda:

“La segunda jornada laboral de las mujeres, invisible pero real, es un impuesto cultural que nadie reconoce.”

Y aunque el libro tiene más de treinta años, el diagnóstico no ha caducado.

Los hombres que piden licencia de paternidad todavía son vistos como poco ambiciosos. Las mujeres que renuncian a un ascenso para criar, como si se rindieran.

El sistema, tan moderno, sigue funcionando con un reparto desigual de tiempo, energía y culpa.

No se trata de buscar culpables.

Se trata de abrir los ojos.Todos estamos cargando mochilas que no elegimos.

Las suyas pesan distinto, pero pesan igual.

Si de verdad queremos una sociedad más libre, tal vez haya que empezar por algo sencillo: repartir las cargas, no los juicios.

Y, de paso, dejar que cada quien elija si quiere ser fuerte, dulce o simplemente humano.